por Miguel Ángel Fernández
En
1917, un adolescente argentino le escribía desde Ginebra una carta a su amigo Roberto
Godel, de Buenos Aires, hablándole de un escritor de “espíritu libre i audaz” a
quien hay que leer “con lágrimas en los ojos i de rodillas”. A Godel la
posteridad no le ha sido propicia. Al joven de Suiza, en cambio, le estaba
deparada la gloria literaria: era Jorge Luis Borges.
¿Pero
qué es lo que llevaba al futuro autor de El
Aleph a decir esas palabras aparentemente desmesuradas acerca de un autor
prácticamente desconocido, a quien creía argentino? Las Cartas a Roberto Godel, ya en parte publicadas, no aportan mucho
más[1].
Por
el momento, es un dato que puede interesar a millares de investigadores y críticos
borgianos y a unos pocos, empecinados admiradores de Rafael Barrett. Pues de
él, del autor de El dolor paraguayo y de Moralidades actuales,
hablaba Borges.
Importa
poco que el joven Borges creyera argentino a Barrett. Los uruguayos, razonablemente,
lo han incorporado a su “Biblioteca de clásicos uruguayos”. Los paraguayos,
poco a poco, nos vamos dando cuenta de que no sólo es uno de los nuestros, sino
que es, legítimamente, un “héroe” fundamental en nuestro pensamiento, nuestra
literatura y nuestra moral[2].
Retengamos,
no obstante, el hecho de que en la década del 10 al 20 aquel
escritor-periodista de nacionalidad incierta era ya leído por millares de
personas, especialmente obreros, como un “héroe moral” ¾y
no sólo un escritor extraordinario. A partir de las primeras ediciones que O.
Bertani hizo de sus obras en Montevideo, Barrett se convirtió en una figura
capital para la conciencia revolucionaria americana, para el pensamiento social
y para la literatura de los países hispanoamericanos. Sin embargo, la crítica y
la historiografía literarias no han hecho todavía justicia plena a sus
escritos, a nuestro juicio el hecho más importante que ha registrado el género
periodístico-literario, en la lengua castellana, desde Mariano José de Larra
(1809-1837).
Rafael
Barrett vivió un poco más que el gran articulista madrileño: murió a los 34
años. Pero tuvo menos tiempo para escribir su obra que Fígaro, que ya tuvo su primer periódico, El Duende Satírico del Día, en 1828, cuando tenía 19 años.
Barrett, que también era de origen español, se hizo periodista después de
llegar en 1903 a Buenos Aires, donde en el transcurso de un año, más o menos,
publicó unos cuantos artículos. Pero con motivo de la “revolución” de 1904, fue
enviado a nuestro país por el diario El
tiempo, de la capital argentina, como “corresponsal”, a fin de cubrir los
acontecimientos de la guerra civil. Y aquí, en este “jardín desolado”, como
llegaría a llamar al Paraguay, vendría a realizar casi la totalidad de su obra,
a través de las hojas periodísticas en las que colaboró.
En
el Paraguay vino Barrett a encontrar su lugar en el mundo: se unió en matrimonio
a una joven paraguaya, Francisca López Maíz ―con quien tuvo su único hijo,
Alex―, se puso al frente de la lucha por la justicia social que las incipientes
organizaciones sindicales mantenían desde fines del siglo XIX y quemó su vida
viviendo pobremente de su pluma y solidario con el pueblo del país “más desdichado
de la tierra”.
En
1908, el Coronel Albino Jara deportó al Brasil a Barrett ―que ya había denunciado
la explotación esclavista en los yerbales[3]
y también el terror[4]
instaurado en esos días tras el cruento golpe de Estado―, pero éste poco después
se trasladó a Montevideo, donde vivió apenas unos tres meses, comenzando a
colaborar, desde entonces hasta su muerte, en el diario La Razón y en otras publicaciones uruguayas. De regreso al
Paraguay en febrero de 1909, desde Yabebyry, en el extremo sur del país, donde
vivía confinado, siguió enviando sus artículos a los diarios de Asunción y
Montevideo.
Cuando
se le permitió venir a vivir cerca de la capital, en San Bernardino, volvió a
denunciar las miserables condiciones de vida del campesino paraguayo[5]
y escribió su ensayo capital sobre “La cuestión social”[6].
Enfermo
gravemente de tuberculosis, Barrett se dirigió a Francia en setiembre de 1910,
en busca de cura para el terrible mal, pero falleció el 17 de diciembre del
mismo año, poco antes de cumplir 34 años de edad. En el Paraguay habían quedado
su joven esposa y su pequeño hijo de tres años. Y aquí había escrito una obra
de extraordinaria calidad estética y de entrañable aliento humano.
El escritor
En
el Paraguay, ciertamente, los artículos de Barrett no habían pasado desapercibidos.
Era admirado, se reconocía su talento, era notorio su arrojo personal. Pero
molestaba, molestaba profundamente, sobre todo cuando asume una postura crítica
radical contra la injusticia del “orden establecido” y denuncia la explotación
de los trabajadores en los yerbales, así como la extrema miseria de obreros y
campesinos.
La prensa
fue el medio de expresión de sus inquietudes artísticas y humanas. A través de
ella publicó artículos, ensayos, narraciones, diálogos… Y en esos diversos géneros
alcanzó la altura estética —estilística— que hace de él una de las grandes figuras
de la literatura hispanoamericana de principios del siglo XX. Es cada vez mayor
el número de críticos y estudiosos de su obra que coinciden en ello.
Ideología y pensamiento crítico
Barrett
vino a coincidir con una brillante generación de intelectuales paraguayos: la
del 900. Fue amigo de algunos de ellos (en el campamento liberal de Villeta, en
1904, había conocido a Manuel Gondra, Modesto Guggiari, Manuel Domínguez y
otros), pero pronto sus caminos divergirían en la apreciación de la “realidad
paraguaya”. Mientras los paraguayos se dedicaban a la historia (una historia
lastrada de ideología nacionalista o liberal) y la política, ocupando muchas
veces altos cargos gubernamentales, el español —el hispano-paraguayo, para
nosotros— miraba el mundo desde un punto de vista independiente y encontraba
que la sociedad padecía una enfermedad terrible, la injusticia. Para un hombre
que había conquistado la libertad interior y la conciencia crítica, la
explotación y la opresión del prójimo eran intolerables.
Barrett,
de joven aristócrata español a anarquista en el Paraguay: la historia, contada
después de su muerte a algunos de sus coetáneos españoles, resultaba incomprensible;
en cualquier caso, no más que una excentricidad. A los intelectuales paraguayos
de su época, que vivían la misma historia —la misma realidad—, en cambio,
Barrett les parecía un exaltado, incluso un hombre de visión distorsionada por
la enfermedad. Así lo vieron Manuel Domínguez y Juan E. O’Leary en dos momentos
diferentes. Los dos serían —eran ya— los representantes máximos de un
nacionalismo que, en última instancia, no sería sino una mistificación más.
En
esas circunstancias, el pensamiento y la expresión de Barrett resultaban
incongruentes. Para la intelectualidad paraguaya del 900 lo prioritario fue
—para decirlo en jerga contemporánea— recuperar la “autoestima” nacional. De
muchas maneras: entre otras, funcionando dentro del “orden establecido” y
postergando sine die la recuperación de algo más importante: el sentido de la
dignidad humana en cada hombre concreto, es decir, el sentido de la justicia y
la libertad solidarias.
La
elección, por parte de Barrett, del punto de mira anarquista para la consideración
de los problemas sociales fue, a nuestro entender, menos una opción ideológica
que una toma de posición ética: Barrett veía en el anarcosindicalismo “la
extrema izquierda del alud emancipador”, la vía directa y rápida para cambiar
la sociedad humana. En términos históricos, el movimiento anarquista no alcanzó
sus objetivos y se fue debilitando en su práctica político-social. Equívocos de
la historia que, a pesar de Fukuyama, no ha llegado a su fin. En un mundo
desquiciado por las “ideologías de la muerte”, por la práctica demencial de la
injusticia, los valores libertarios —la afirmación de la libertad y la solidaridad—
constituyen todavía, seguramente, una respuesta válida. Barrett no se había
equivocado en lo esencial.
Pero
reducir el pensamiento del autor de El
dolor paraguayo a una determinada ideología sería un error. La constitución
y la dinámica de su pensamiento, en todos los órdenes, niegan, precisamente, la
ideología entendida como expresión mistificadora y esclerosada de intereses
sectoriales. El pensamiento barrettiano es, esencialmente, un pensamiento crítico y creador que va
mucho más allá del pensamiento
ideológico. En la raíz de su práctica discursiva hay una dinámica
generativa que abre su pensamiento hacia vastos horizontes al mismo tiempo que
propone implícitamente una epistemología liberadora radical. De allí, sin duda,
la notable actualidad de su escritura y la vitalidad de su lenguaje y de su
pensamiento.
Una ética de la escritura
En
una época de abdicaciones y complicidades intelectuales con el orden político,
social y económico establecido, la figura del escritor comprometido corre el
riesgo de parecer anacrónica. He aquí, sin embargo, otra razón más de su
vitalidad: la obra de Barrett, que, por lo demás, se encuentra en la raíz de
algunos de nuestros mayores escritores, constituye también un acto de razón y
fe incontestable.
Dondequiera
que la injusticia y la opresión aflijan la vida humana, la palabra de Barrett
resonará en la plenitud de su sentido, en la plenitud de su valor literario. Y
hay que entender aquí “valor literario” más allá de cualquier narcisismo
esteticista. La escritura barrettiana, como la de todo gran creador, mantiene
en vilo los valores incandescentes —éticos y estéticos— del hombre entero, del
escritor auténtico.
Y Barrett, finalmente, fue eso: un hombre entero y un
escritor auténtico.
[Artículo publicado en DISCURSO LITERARIO, Revista de
Humanidades de la Universidad del Norte, Nueva época, N° 1, Asunción, 2012]
[1] V. Vaccaro,
Alejandro: Georgie 1899-1930. Una vida de Borges. Buenos Aires: Proa, 1996.
[2] En ocasión del centenario de la muerte de Barrett, en
2010, por primera vez se le rindió en Paraguay un homenaje oficial desde la
Secretaría Nacional de Cultura, mediante publicaciones y un simposio
internacional organizado en colaboración con la Universidad del Norte.
[3] Lo que son los yerbales (folleto),
Montevideo: Bertani, 1910.
[4] “Bajo el terror”, en El dolor paraguayo, Montevideo: Bertani, 1911. V. mi edición anotada
de esta obra, con prólogo de Augusto Roa Bastos, Caracas: Ayacucho, 1978.
[5] “Lo que he visto”,
en obra cit.
[6] Incluido en Obras completas,
Buenos Aires: Americalee, 1943 y en ediciones posteriores.